La vida sin amor no es más que ruido… Sin amor, nada suena con sentido, de nada sirve. Pablo hizo una lista de cosas, seguramente tenidas como importantes en sus días, que resultan inútiles sin amor: hablar la lengua de los ángeles, tener profecía y entender todos los misterios y conocimientos, poseer una potente fe, al punto de trasladar los montes, estar dispuestos a repartir todos los bienes, incluso ser capaz de entregar el cuerpo para ser quemado (1 Cor. 13:1-13).
Se nos ha hablado de los tipos de amor: entre amigos y familiares, hacia la pareja, hacia los animales y las cosas y del amor hacia Dios. Cualquier manifestación de amor tiene virtud y al mismo tiempo puede degenerar en vicio y en idolatría. El amor saludable respeta, vive y deja vivir, libera, ayuda, sirve, restaura. En nombre del amor, no es sano crear dependencias, oprimir, abusar ni violentar.
El amor de Dios es modelo y fuente para alimentar los demás amores en la vida. Dios es amor: por eso, toma la iniciativa siempre. ¡Le amamos porque él nos amó primero! Su amor es incondicional, se da de balde, nunca manipula. Se entrega por el bien de sus criaturas. Es un amor que asume incluso el sufrimiento para restaurar, reconciliar y transformar.
Si queremos desatar el poder del amor en nuestra vida y relaciones, nuestro desafío será encarnar la demanda de Jesús: amar a Dios con todo el ser, a nosotros y a los demás apropiadamente (Mat. 22:34-40). De estos dos mandamientos depende todo. Amar a cualquier persona, sentimiento o cosa con la clase de amor que solo Dios merece, es la esencia de la idolatría. El decir que amamos a los demás, y nos descuidamos a nosotros, está mal. Y pretender amar a Dios y no amar al prójimo es hipocresía.
“Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor” (1 Cor. 13:13). Hagamos todo con amor. La Biblia y la experiencia enseñan que al fin solo el amor y sus marcas quedarán.